1.01.2007

luces de la ciudad

Gente caminando por la acera que escolta la calle principal, aquella en la que los mostradores son grandes pantallas de televisión para la muchedumbre, que con buenas o malas razones se da cita allí cada día con disciplina marcial.


Dos adolescentes tan despreocupados y vivaces como la edad obliga, vendían periódicos en una esquina particularmente concurrida. Ninguna noticia especial, los mismos escándalos de cocina de cualquier otra jornada, mezclados con el barullo típico de fin de año.

Sabiendo que a esas horas de la tarde sería difícil que alguien no esté enterado de los chismes impresos, los dos muchachos preferían entretenerse con aquellos pocos seres miserables que en las absurdas e implícitas leyes de la sociedad tenían igual o menor rango que ellos.
Un diminuto y particularmente desgarbado personaje encajaba en esos estándares de manera perfecta. Pantalones demasiado anchos, atados al cuerpo por una especie de lazo y haciendo gala de varios agujeros. Un saco de un color difícil de determinar, demasiado pequeño, tal vez encogido por la vergüenza. El pequeño hombre caminaba lentamente, desplegando su falta razones por las cuales apurarse, y mirando siempre al suelo, en busca de alguna oportunidad perdida o derramada por un incauto.

Semejante ser indefenso se hizo el blanco perfecto para los dos mozuelos que comenzaron a practicar puntería con él, utilizando como armas unas pepitas inmaduras que recogían de un árbol cercano. Recordando que alguna vez alguien le habló de dignidad, el pequeño vagabundo trató de responder con coléricas reprensiones a sus agresores. Pero su berrinche no apaciguaba a sus contrincantes sino que les entretenía aun más. Resignado en su condición de leproso citadino, el vagabundo decidió bajar la guardia y seguir su camino, pisando lo poco que le quedaba de orgullo. A fin de cuentas, en medio del tumulto a nadie le importaba.

Una de las vitrinas vecinas albergaba una florería, de donde una doncella había observado el incidente. Consternada al ver al pobre indefenso, deslizó su mano hacia el bolsillo de su mandil, de donde extrajo una moneda de un franco y una pequeña florcilla. Salió hacia la puerta de su florería, por donde en ese instante arrastraba los pies el triste vagabundo. La doncella lo miró y le dijo: 'tenga, buen hombre, una flor para este día sin sol'. El vagabundo, sorprendido al escuchar la delicadeza de la voz de la dama, se detuvo en seco. Esas pocas palabras intentaban contrarrestar con heroísmo el rudo embestir de la ciudad, al que estaba ya estoicamente acostumbrado.
La miró, miró su rostro, queriendo encontrar el origen de esas palabras que por lo menos por un segundo le traían un poco de alivio. Pero al hacerlo su corazón y todo su ser se congelaron. La reconoció. Observó sus ojos y reconoció en ellos las ilusiones y sueños que mucho tiempo atrás habían sido la razón de su vida.

Extendió el brazo para recibir la florcilla y la moneda al mismo tiempo que la doncella extendía el suyo para entregárselos. Y luego de un segundo infinito las dos manos se tocaron y se sintieron la una a la otra. Y fue entonces que la mano de la doncella reconoció también esa piel tosca pero frágil que hace mucho tiempo le devolvió la esperanza que parecía perdida. Manos y ojos se reencontraron en aquel instante.

- 'puedes ver?' - preguntó el vagabundo
- 'ahora si puedo ver' - respondió la doncella