Son los últimos momentos medievales de Firenze –o Florencia. A fuerza de batallas fratricidas la urbe se ha ganado el liderazgo regional. Los guelfos han derrotado a lo gibelinos pero se han dividido en dos facciones. Dante Alighieri ha escogido el bando equivocado y es exiliado de su patria. Vivirá el resto de su vida deambulando por la península, maldiciendo a sus jueces y condenándolos al infierno que él mismo se encargó de crear. Dante jamás volvió a Firenze –pena de muerte como excusa- pero hoy, luego de unos cuantos siglos, su figura es omnipresente y su nombre bendecido en cada rincón de su ciudad natal. Quizá porque Dante simboliza la imposible transición entre el oscurantismo medieval y el humanismo renacentista.
La tumba de Dante está en Ravenna pero Firenze tiene otra, vacía y monumental, dentro de la Basílica di Santa Croce. En estilo románico, ésta basílica franciscana alberga sepulcros de vecinos dignos del autor de la Commedia: Gioachinno Rossini, Niccolò Machiavelli, Galileo y Michaelangelo. Y eso es poco si se siguen revisando las listas de artistas y genios que alguna vez se pasearon por las tumultuosas callejuelas de la capital toscana.
Bajo la tutela de la poderosa familia Medici –Lorenzo El Magnífico a la cabeza- los artistas del renacimiento encontrarían el camino de regreso a la ancestral perfección griega, llegando incluso a sobrepasarla. Hoy esa evolución es visible en la Gallerie della’Accademia. El simbolismo y la terrorífica pintura codificada de la edad media contrastan con la magnificencia y sensibilidad humana que despliegan Andrea del Sarto, Ghirlandaio o Boticcelli. Utilizando temas religiosos como excusa, los maestros italianos no controlaban su obsesión por la figura humana. El deseo de reproducir la vida en lienzos y mármoles eternos ocupaba su mente y sus acciones, al punto de lanzarse a los más minuciosos estudios anatómicos, cadáveres en mano. El ejemplo más claro y emblemático de esa visión, de pie en un salón construido exclusivamente para exhibirlo, es el David de Michaelangelo. Tal vez la estatua más célebre de todos los tiempos, David salió de un bloque de Carrara, abandonado en los talleres florentinos y adoptado por un Michaelangelo veinteañero. Más cerca del Apolo olímpico que de la visión judía del Rey David, la figura marmórea observa desafiante a su rival, tal vez sin medir las consecuencias de su próximo golpe, con esa seguridad naïve de quien está dispuesto a arrojarse al vacío antes que retroceder. Es la personificación arriesgada del renacentismo florentino, y hoy tanto la original como la copia que resguarda las puertas del Palazzo Vecchio, aún absorben las miradas de los pasantes insignificantes.
El Palazzo Vecchio ha servido y sirve aún como sede del gobierno fiorentino. Mutación entre palacio y fortaleza, el edificio está coronado por la singular Torre d’Arnolfo, que alguna vez también sirvió de prisión. En los tiempos de gloria de la República fiorentina, los grandes eventos tenían lugar al interior, en el Salone del Cinquecento. Sala monumental como muy pocas hay en Europa, ésta albergaba al desaparecido gran consejo de la república. Los frescos inmensos de Vasari ocupan el alto y ancho de los muros, con escenas idealizadas de la historia toscana, obviamente batallas en su mayoría. Victorias sobre Pisa y Siena reflejadas en combates míticos minuciosamente detallados que no terminan de ser examinados por nuestra limitada vista.
Pero el Palazzo Vecchio no es el único recuerdo de los Medici. A pocos metros la Galleria degli Uffizi es un imán de turistas. Una visita al interior equivale a un paseo por la evolución artística, principalmente entre los siglos XIV y XV. Algunos de los más espectaculares ejemplos de pintura de la Edad Media Baja cuelgan de los muros. Retablos dorados, rostros y figuras desprovistas de toda perspectiva, escenas macabras yuxtapuestas a sublimes; toda la turbia mente medieval está comprimida en esas pinturas. Pero en un momento de la historia -transpuesto a un momento en la exposición- cierta gente decidió observar su mundo y celebrar la vida (con financiamiento de por medio, por supuesto). La transición generacional es fantásticamente representada por Filippo Lippi y su hijo Filippino. Unas pocas décadas y la diferencia es incuestionable, y eso que no se trata de un maestro del tamaño de Botticcelli, que por cierto tiene una sala propia en la Galleria. Y por razones obvias. El lazo entre el renacimiento florentino y la Grecia clásica se hace explícito en el Nacimiento de Venus, en el reconocimiento divino de la naturaleza humana. Y de ese modo, a través de cada lienzo, de cada Rafaello, Tiziano o Ghirlandaio, la Galleria degli Uffizi presta al azaroso curioso un pedazo del mundo de hace 500 años, retratado por los pinceles mas aventurados. Una sección final de la Galleria rinde tributo al sinónimo de Genio, Leonardo da Vinci, no solo a través de su pintura sino sus otras y múltiples ocupaciones. Si alguien se aburre de ver a la Gioconda, atrévase a imaginar a San Jerónimo, concluido. Difícil imaginar la perfección encima de la perfección.
Saliendo de Uffizi se llega en pocos pasos a orillas del Arno. Verde y algoso, afortunadamente no pestilente, el río está debidamente canalizado, como recuerdo de más de un rebalse. Y en medio, el Ponte Vecchio, dotado de una sobrepoblación de joyeros que literalmente han instalado sus comercios EN el puente. Ninguna novedad en la promiscua Europa medieval; una extraña excepción en estos días. El Puente Viejo conduce a la parte “nueva” de la villa, en la que se destaca inobjetablemente el Palacio Pitti. Otro recuerdo de los Medici, aunque en un estilo más imponente que elegante. Eso no impide sin embargo que se exhiba una colección importante de obras, Tiziano, Raffaello y el infaltable Rubens incluidos. El Palacio albergó a los Medici hasta la extinción de la línea, para luego ser ocupado por personajes tan dispares como Vittorio Emmanuelle II o el mismísimo Napoleón.
En ese mundo perdido que es Florencia, los caminos se cruzan y cada cierto tiempo se corre el riesgo de tropezar con una iglesia. Y no se puede evitar darles un vistazo a pesar de los letreros que prohíben vestir shorts y pasear animales. San Lorenzo y su aire anciano, romanesco, plagado de frescos de Lippi, Bronzino y dos sepulcros exquisitos de Donatello. Santa María Novella, enorme basílica romanesca y gótica al mismo tiempo, aunque con dotes de museo al contar con obras repartidas entre Brunelleschi, Ghirlandaio y Lippi, entre otros. Pero el centro y corazón florentino es Santa María del Fiore: Il Duomo. La gigantesca cúpula de Brunelleschi -marca registrada- junto a la torre de Giotto y la inmensidad del interior, dejan pocas palabras. Es el ser humano que se deja intimidar por su propia obra; intentando imaginar lo divino, y plasma en el arte su visión de lo inconmensurable.
En un muro lateral de la Catedral, un retrato de Dante cuelga solitario, con la Divina Comedia como fondo. Tenía razón. A fin de cuentas nuestro paso por esta vida es un poco de todo lo que el poeta nos cuenta: algunos días purgamos las culpas, otros experimentamos las llamas y de vez en cuando, deambulamos por las callejuelas fiorentinas.